Después de 54 años dejarán de funcionar los boletos de papel y cinta magnética del metro. Termina así un viaje de décadas por la memoria familiar y la historia arquitectónica y de diseño del metro.
¿Qué representa el último boleto del metro? Esa es la pregunta que ha rondado en mi cabeza desde que se anunció el tiraje final de boletos, que conmemora su existencia de 54 años (de 1969 a 2023). Y la respuesta puede ser tan fácil como lo que está impreso en él: un viaje; y ¿qué es un viaje?, o ¿qué representa un viaje para mí en esta ciudad, al ser —hasta antes de la pandemia— usuario frecuente de este sistema de transporte?
Un viaje es pensar en ese jueves 29 de febrero como el último día de uso de los boletos físicos con cinta magnética, que dejará atrás una estela de 54 años de boletos impresos de 5.5 cm × 3 cm, en tiras de 5 unidades cada una, que iniciaron en una gama de color naranja con letras rojas; pasando por la gama color rosa y la gama color blanco; dejando atrás una serie de ediciones extensas y diseño gráfico valioso (sobre todo en últimas fechas), que hablan no sólo de la historia del transporte, sino también de la ciudad. Pero, sobre todo, también dejan atrás un sistema conformado por impresores, distribuidores, equipamientos para las taquillas, infraestructura para los torniquetes y sus incontables reparaciones, y personas dedicadas tanto a su mantenimiento y a la venta de estos boletos: las taquilleras, las supervisoras y todo su sistema sindicalizado que se conformaba por un 90% de mujeres, que trabajaban en tres horarios diferentes: el matutino, vespertino y nocturno.
En ocasiones me tocó ser el primero en estar a las puertas de alguna estación a las 5:00, 6:00 o 7:00 de la mañana, dependiendo si era entre semana, fin de semana o día festivo. También me tocó ser el último, a las 23:50 de la noche, antes del silbatazo que indicaba que había que correr desde la taquilla para alcanzar el último tren antes de su cierre, a las 00:00 hrs. (Algunas veces llegué, otras tuve que buscar maneras de regresar a casa; de ahí, creo, se me hizo la costumbre de ser un buen caminante en la ciudad). Me tocó la apertura y el cierre durante mucho tiempo, porque mi madre trabajó en este sistema durante 25 años (de 1989 a 2014): primero en la estación Norte 45 (correspondiente a la línea 6, que va de El Rosario a Martín Carrera, en la colonia Industrial Vallejo), donde laboró como taquillera cuando yo iba en la preparatoria; y después como supervisora (ya en otra línea), cuando yo ya estaba trabajando como arquitecto profesional. En ocasiones tocaba acompañar a mi padre, sobre todo en las noches, para recogerla y que llegara segura a casa a descansar y dormir, lo que le generó el hábito de ser una persona más nocturna por esos años de trabajo, primero en un turno matutino y después en el nocturno.
Un viaje es la serie de recuerdos y la cantidad de anécdotas impresionantes sobre el metro (que posiblemente ameritan muchos textos), que nos contaba mi madre en desayunos y comidas familiares, tanto de los usuarios, las estaciones, sus historias, sus anécdotas, sus compañeras de trabajo, su convivencia, como de su experiencia directa al viajar en él. Una de las historias que tengo más presentes, por el esfuerzo que relataba, sucedió cuando ella era supervisora en la línea A del metro (diseñada de 1985 a 1991 por Aurelio Nuño Morales, Carlos Mac Gregor Anciola y Clara de Buen Richkarday, de NGB Arquitectos S.C.; junto con Isaac Broid). Por decisión de mi madre, y pensando en su seguridad, ella evitaba subirse a las camionetas de valores para recolectar el dinero de las taquillas, y optaba por hacer el recorrido en los vagones del metro: subir y bajar una gran cantidad de escaleras por los niveles que correspondía a cada estación, parándose en cada una de ellas y haciendo el trabajo administrativo correspondiente para poder entregar el dinero a valores por la venta de esos boletos. Para ella esto era casi una competencia contrarreloj, entre la velocidad de la camioneta de valores sobre Calzada Ignacio Zaragoza, y la espera del tren de metro que la llevaría a la siguiente estación. Si a eso se le añade el factor lluvia, y lo resbaloso que puede llegar a ser el piso de mármol con el que se diseñaron la mayoría de las estaciones del metro, uno puede imaginarse la cantidad de caídas, moretones, golpes, trajes mojados y veces que se enfermó por poder cumplir su trabajo. O las veces que se quedó varada en la noche en Calzada Ignacio Zaragoza por algún percance en la línea del metro. Esos múltiples un viaje que realizaba mi madre eran múltiples un viaje de mucho valor si uno piensa en todo lo que sucede a nivel de violencia contra las mujeres en la ciudad y el transporte público. En esas circunstancias, la “m” (diseñada por Lance Wyman, Arturo Quiñones y Francisco Gallardo) [1] que portaba en su uniforme funcionó como un escudo protector. De seguro mi madre no lo sabe, pero, para mí, era una superheroína anónima de la ciudad, que se colocaba su traje para que ésta funcionara y operara correctamente para los demás ciudadanos. Pensándolo bien y a profundidad, de esa experiencia, junto con la que tenía de mi padre, quien trabajaba para el Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas (CAPFCE; concebido por el arquitecto José Luis Cuevas, con el Aula Rural Prefabricada de Pedro Ramírez Vázquez, o la sede diseñada por Francisco Artigas sobre la calle de Vito Alessio Robles, casi esquina con Avenida Universidad), viene una de mis tantas aproximaciones hacia la arquitectura, y el nombre de la plataforma de diseño que dirijo: Anónima.
Un viaje también es tratar de documentar la historia y diseño de este transporte público en el Museo del Metro, que está en la estación Mixcoac, en el transbordo doble entre la línea 12, que va de Mixcoac a Tláhuac; y la línea 7, que corre de Barranca del Muerto hasta El Rosario. Situado en avenida Revolución, esquina con la calle de Extremadura, en la Colonia Insurgentes Mixcoac, el museo cuenta entre sus salas con una gran colección de boletos del metro (desde los primeros tirajes de 1969), planos sobre el proceso de planeación y construcción de algunas de las estaciones de la línea 1, y un recorrido por el proceso creativo de Lance Wyman, Arturo Quiñones, Francisco Gallardo y Eduardo Terrazas que dio forma a los logotipos, tipografías, y el sistema de señalización y de información guía para los usuarios (el wayfinding design).
Un viaje es recorrer solo o con alumnos de la universidad las estaciones diseñadas por Félix Candela en la línea 1, como las de Merced, Candelaria, San Lázaro, o Insurgentes (diseñada por Salvador Ortega Flores); las diseñadas en la línea 4 por Ángel y Gilberto Borja Navarrete; las diseñadas sobre Calzada de Tlalpan para la línea 2 por Enrique del Moral. Es también hurgar sobre esa asesoría que dio Luis Barragán sobre tectónica y cromática para las líneas del metro, [2] y repensar esas 34 líneas y sus 655 km de longitud en su diseño original. Es volver a la base de esa ciudad noble y lógica que Carlos Contreras planteó en 1948 y que proponía una línea 1 que fuera desde Ciudad Universitaria hasta la antigua Delegación Guadalupe Hidalgo (hoy la alcaldía Gustavo A. Madero); una línea 2 desde la delegación Álvaro Obregón hasta Puerto Aéreo; la línea 3, de la Plaza de Cuauhtemotzin a Tlalnepantla; la línea 4, de la Plaza de Tlaxcoaque y también hasta Tlalnepantla; y la línea 5, de San Ángel hacia el Peñón de los Baños.
Un viaje es pasar una hora de tu tiempo, de tu día y acumulación de horas de tu vida, de pie junto a otros cuerpos en la estación Pantitlán, a la espera de poder tomar el tren que te lleve a tu destino laboral. También es estar sentado o parado dentro de un vagón, mientras vas y regresas de tu trabajo, y aprovechar el tiempo con una lectura, una siesta, una comida breve o comprarles algo de a $10.00 pesos (la moneda de cambio dentro del sistema) a los comerciantes ambulantes que operan al interior del metro.
Un viaje es caminar a oscuras sobre las vías, alumbrando sólo con la luz del celular; o es tratar de salir de la estación con un pañuelo húmedo sobre la cara (si el humo es denso, arrástrese por el suelo) por alguna falla o falta de mantenimiento en el sistema metro.
Un viaje es también ya no volver a casa; es morir en el intento de recorrer la ciudad mientras el sistema se colapsa entre las estaciones Olivos y Tezonco de la línea 12 del metro, dirección Tláhuac; y, a veces, también es una decisión voluntaria de muchas personas la de quitarse la vida tirándose a las vías.
“Al público usuario del metro […]”, Comité Ejecutivo Nacional del Sindicato Nacional de Trabajadores del Sistema de Transporte Colectivo Metro, 1 de diciembre 2023.
Un viaje, también hacia el futuro, es el del viernes primero de marzo de 2024: día en que el Sistema de Transporte Colectivo Metro se plastificará en su totalidad y, con esto, completará su transición e inclusión en el Sistema de Movilidad Integrada de la Ciudad de México, para dejar atrás una época en la que nos movíamos con seguridad y confianza por medio de este sistema hoy en día tan deteriorado (aún con las remodelaciones de algunas líneas), tan escaso de mantenimiento y tan inseguro que hace pensar que, sí, posiblemente hoy en día tomar el metro puede representar un (último) viaje.
Un (último) viaje en el metro lo hice pospandemia, después de la caída de la línea 12 del metro (3 de mayo de 2021, coincidentemente el día de mi cumpleaños). Tomé la estación cercana a mi casa, Popotla, de la línea 2 (la azul), con dirección hacia el sur, para asistir a un evento deportivo en la explanada del Zócalo. No tuve que pagar un viaje ya que, con la indumentaria deportiva oficial, ese un viaje era gratis para los participantes. Pero ese un viaje de esa mañana, con esa sensación que da la inseguridad y de saber que algo se está cayendo, no por causas intrínsecas a las personas que laboran dentro del metro, sino por el mal manejo económico de este y de los dirigentes políticos de esta ciudad que todo lo que tocan lo convierte en escombro, terminó por ser en una transición en mis decisiones de movilidad en la ciudad.
Un viaje, también hacia el futuro, es el del viernes primero de marzo de 2024: día en que el Sistema de Transporte Colectivo Metro se plastificará en su totalidad y, con esto, completará su transición e inclusión en el Sistema de Movilidad Integrada de la Ciudad de México, para dejar atrás una época en la que nos movíamos con seguridad y confianza por medio de este sistema hoy en día tan deteriorado (aún con las remodelaciones de algunas líneas), tan escaso de mantenimiento y tan inseguro que hace pensar que, sí, posiblemente hoy en día tomar el metro puede representar un (último) viaje.