Una revisión fílmica del Palacio de Bellas Artes

A pesar de su larga historia, el Palacio de Bellas Artes sigue convocando imágenes que van desde la cotidianidad de los habitantes que todos los días pasan frente a su fachada de mármol, hasta las múltiples escenas con actrices y actores legendarios en películas a lo largo de nueve décadas.

Una mujer, a la que el médico le ha anunciado que le queda poco tiempo de vida, decide que su última voluntad es recorrer el Centro Histórico de la Ciudad de México. Acompañada de un chofer recién contratado, Carmen (interpretada por Silvia Pinal) vuelve al lugar de sus afectos y se detiene en un edificio emblemático: el Palacio de Bellas Artes, el recinto en el que ella vio por primera vez una obra de teatro acompañada de sus padres y hermano.

Atrás se ven el edificio Guardiola y la Torre Latinoamericana, otros referentes arquitectónicos de la urbe. Modelo antiguo (1992), película de Raúl Araiza, es ahora un testimonio de cómo era el ex Distrito Federal a finales del siglo XX. Por la calle Madero transitaban coches, los taxis eran vochos de color amarillo o verde, había cabinas telefónicas —como la que usa Alonso Echánove, el chofer de la Pinal, en una de sus mejores actuaciones, la que le dio su segundo premio Ariel— y la plaza de Bellas Artes todavía no estaba unificada, en el filme se ve que unos metros adelante de las columnas del palacio, antes de los pegasos de bronce de Agustín Querol, aún daban vuelta microbuses y vehículos particulares. La ciudad es más que concreto y edificios, la ciudad es sentimental. ¿Cuántas veces hemos esperado a alguien en Bellas Artes, cegados por la luz del sol y la blancura del mármol? O, como dice la canción, cuántas tardes no hemos visto llover y gente correr mientras nos guarecemos del mal tiempo bajo las columnas. Punto de reunión, lugar para descansar y hacer una pausa e incluso ligar, el Palacio de Bellas Artes, que cumple 90 años de haber sido inaugurado, es más que un teatro y museo: es la escenografía, el decorado y el fondo de muchos recuerdos.

I

Aunque la construcción del palacio se inició en 1904, la consolidación del proyecto de Adamo Boari tardó 30 años debido a los vaivenes políticos y económicos, entre ellos la Revolución mexicana. Su historia está ligada al cine mismo. En la conferencia “El Palacio de Bellas Artes, una historia de película”, que Juan Solís dio en octubre y noviembre de 2014, con motivo del 80 aniversario del recinto, el periodista recapituló tres momentos en los que Boari alude al cine como motivo importante del Teatro Nacional, primer nombre del proyecto. El arquitecto italiano sugería la implementación del cinematógrafo como recurso escenográfico, como en el Folies Bergère de París. Con el estancamiento del proyecto, en 1914 Boari sugiere sin éxito rentar el vestíbulo como sala de proyección para obtener fondos; para ese momento el cine, argumenta Solís, ya había comenzado a posicionarse como una de las diversiones preferidas de los mexicanos. En un intento por recuperar el proyecto, en 1927 el arquitecto, ya fuera de México, envía los planos para la transformación del sitio en sede de la Cinemateca Nacional. Nada de esto ocurrió. Como se sabe, el encargado de culminar el proyecto fue el arquitecto mexicano Federico Mariscal. A la inauguración del Palacio de Bellas Artes —ya repensado como el recinto donde tendrían cabida las expresiones artísticas nacionales e internacionales más destacadas—, el 29 de septiembre de 1934 acudieron, nada más y nada menos, tres estrellas de Hollywood: Dolores del Río, Ramón Novarro y Douglas Fairbanks. La presencia de la actriz duranguense es significativa ya que todavía no había debutado en el cine nacional —Flor silvestre se estrenó en 1943— y sobre todo porque da cuenta de una época efervescente en la que las artes, ya incluido el cine, van a sostener un diálogo directo e intenso que se va a reflejar especialmente en el muralismo y en la época de oro del cine mexicano.

II

El Palacio de Bellas Artes significa muchas cosas. Dicen que en sus primeros años la gente se refería a él como el huevo estrellado por la forma y el color de la cúpula. En el cine, que a veces funciona como un registro anticipado de las tensiones y los deseos ocultos o manifiestos, el edificio ha sido testigo y personaje, también un marco en el que se desarrollan historias que le reclaman atención a la cruel indiferencia de la ciudad. Cuando la pareja de estafadores que forman Hugo del Carril y Beatriz Ramos abandona el crucero que se acerca a Nueva York para viajar a la Ciudad de México, Chano Urueta, director de La noche y tú (1946), presenta una secuencia que confirma su llegada a la capital. Las coordenadas son arquitectónicas: la Estatua ecuestre de Carlos IV de Manuel Tolsá, todavía emplazada en la esquina de las avenidas Reforma y Bucareli; el Hemiciclo a Juárez; el Palacio de Correos; el edificio La Nacional en su esplendor, con la cima en forma de pirámide y sin la construcción contigua; y, coronando, la espléndida síntesis fílmica urbana, el Palacio de Bellas Artes y sus pegasos, así como la Catedral. La película de Urueta confirma que 12 años después de su apertura, el recinto ya era un símbolo inequívoco de la ciudad.

En Esquina, bajan (1948), de Alejandro Galindo, el camión de la ruta Zócalo-Xochicalco pasa frente al edificio varias veces, reiteración que subraya su existencia como elemento cotidiano, de fondo, presencia familiar en el tiempo y el espacio en los que ya es imposible pensar en la vida citadina sin su figura arquitectónica blanca, pesada, monolítica, incluso aplastante. Esto lo expresa de nuevo Urueta en El desalmado (1950), filme que ya elabora una crítica a través de asociaciones visuales.

La secuencia inicial tiene como fondo a Bellas Artes, visto desde el Eje central Lázaro Cárdenas, primero en la esquina de La Nacional, donde dos hombres descienden de un auto y esperan ver algo; luego, del lado contrario, es decir, en la esquina con Madero, un hombre sube las escaleras de un paso a desnivel y con prestancia se incorpora al nivel de la calle y camina hacia el Guardiola, sede del Banco Continental en la película. Se trata de David Silva, que interpreta a un disimulado ladrón que asalta el banco y, de paso, mata a tres hombres. Al salir airoso de la escena del crimen, se resguarda cerca de un escaparate, la cámara lo filma desde el interior de éste; al fondo, el palacio se asoma, cómplice tan licencioso como silente. Lejos de los polos del bien y el mal, el filme denuncia la injusticia de la desigualdad y el sentimiento de venganza que despierta. En ese sentido, el Palacio de Bellas Artes es de forma simbólica una cúpula de poder impenetrable que el perverso Silva, desengañado del camino del orden y el trabajo, desafía. Otra vista alegórica desde el interior de un aparador, con el opulento recinto detrás, se encuentra en Víctimas del pecado (1951), de Emilio Fernández. En la secuencia, Poncianito, un niño que trabaja como bolero en las calles, observa un escaparate adornado para el día de las madres con figuras de porcelana. Él, captado de espaldas en la siguiente imagen, aunque tiene dinero quiere llevarle un regalo a su madre que está presa; cualquiera de las figurillas, no obstante, es incosteable para su pobre bolsillo.

La desigualdad encuentra matices cómicos en Una calle entre tú y yo (1952). Aquí, el director Roberto Rodríguez orquesta la rivalidad entre estudiantes del Politécnico y la UNAM. Hay más: muy jóvenes, Chachita y el Pichi, pareja histórica del cine y la televisión, estudian en el Poli, sin embargo, en este microuniverso también hay diferencias. Ella es hija de una familia acomodada y él, que es su vecino y habita frente a la elegante casa de su enamorada, vive con su padre, un violinista modesto, amargado por el pasado y que se opone a su relación con Chachita. La secuencia en la que el padre toca el violín como parte de la orquesta, muestra los elegantes palcos y el escenario de la sala principal del Palacio de Bellas Artes. Ahí se han representado obras de teatro, óperas, conciertos e incluso sirvió de marco para las tomas de posesión de los presidentes Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz.

Otra película de sentir urbano es Del brazo y por la calle (1956), que, de forma singular, presenta a la Ciudad de México como protagonista en los créditos de inicio. Escuchemos la voz del narrador que introduce al público la historia: “La capital de México crece, crece sin cesar y con vertiginosa rapidez, conforme crece van acentuándose más y más los violentos contrastes de su fisonomía y de su vida. Por un lado, la colonial y populosa Merced, el Carmen, de aire provinciano y vocación estudiantil, la señorial Plaza de Santo Domingo, la siempre bullanguera Lagunilla, el bizarro y pintoresco Tepito y Peralvillo y Regina y Santa María, los barrios antiguos donde se refugian la leyenda y la pobreza. Por otro extremo, la monumental Reforma y la próspera avenida de los Insurgentes, las Lomas de Chapultepec, Polanco, el Pedregal, la imponente Ciudad Universitaria. El México moderno grandioso, pero sin carácter; pulcro, bien trazado y opulento, pero que se olvida de la pobre tradición porque los hombres, así que van ganando el poder material, parecen ir perdiendo fe en las potencias del espíritu. Sin embargo, por todas sus calles antiguas o modernas, pobres o ricas, jamás deja de correr la cálida brisa del amor humano”. Para dar paso a los vaivenes de la pareja protagónica, la película de Juan Bustillo Oro se detiene en la fachada del Palacio de Bellas Artes, que otra vez funciona como una síntesis urbana, a la mitad entre el pasado y la pujante modernidad, que en otras películas se dibuja más bien impotente.

III

El director de cine que más entró a filmar en Bellas Artes fue Roberto Gavaldón. Cuatro de sus películas tienen como motivo el recinto y ayudan a dar diversas interpretaciones de cómo se integra en la ficción y en la realidad de su tiempo. Conviene ir de manera cronológica para atender de qué forma se articula en imágenes su presencia. En La casa chica (1950), Amalia visita el recinto acompañada de un antiguo enamorado y juntos recorren la primera retrospectiva de Diego Rivera en Bellas Artes. Las imágenes de Alex Phillips, cinefotógrafo, son un testimonio valioso de la muestra Diego Rivera. 50 años de su labor artística, que abrió en 1949. Hay un momento sorprendente en esta secuencia de La casa chica, donde Amalia no es otra que Dolores del Río. La actriz se acerca con entusiasmo al cuadro Vendimia de flores y se lo muestra a su acompañante. En el lienzo, del lado superior derecho, está la vendedora, a la Rivera pintó basándose en la actriz, eco de su personaje en María Candelaria (1944). Como en un espejo, de los que tanto abundan en el cine de Gavaldón, Dolores se mira en la tela, haciéndole un guiño no sólo a amigo Diego, sino a una época en la que los cruces entre disciplinas artísticas no eran infrecuentes. Arquitectura (la de Bellas Artes), pintura (la de Rivera) y cine (el de Gavaldón) unidos en un fragmento de película.

Otro gran momento fílmico del Palacio de Bellas Artes ocurre en El rebozo de Soledad (1952). La cámara desciende desde el interior de las columnas de mármol, la figura cilíndrica y pétrea de una de ellas, a la izquierda del encuadre, contrasta con el esqueleto de hierro de la Torre Latinoamericana, en plena edificación, también en el costado izquierdo. Pronto, un hombre pasa indiferente frente al palacio y se sigue de largo. Incluso sin el célebre monólogo inicial de Arturo de Córdova —“los zapatos que llevo harán dudar a la gente respecto a mi profesión, no es propio de un médico llevar unos zapatos rotos y un traje sucio y raído”—, las imágenes generan una sensación pesada y desgaste que surge de la fuerza mastodóntica de Bellas Artes, apenas sugerida por sus columnas, y del incierto futuro en construcción. Con Gavaldón, el recinto cobra una dimensión abrumadora y terminante que, frente a su vecino moderno, que poco a poco se alza encima de todo lo que lo rodea, crea una sensación humillante de la que huye el decepcionado protagonista. En Camelia (1952), María Félix es dueña y señora de Bellas Artes, escenario en el que muere cada noche al representar La dama de las Camelias y donde anima las escalinatas del vestíbulo saliendo como sólo ella puede hacerlo: desdeñosa y exquisita, echando tiros, flotando en una nube de elogios que, por supuesto, rechaza. La última presencia del palacio en el cine de Gavaldón ocurre en Rosa blanca (1961), película sobre el asesinato de un hombre que es dueño de una hacienda donde se descubren yacimientos de petróleo y que se niega a venderla a una compañía petrolera de Estados Unidos. Hacia el final de la película, cuyo epílogo está dedicado a la expropiación de la industria petrolera, se muestran imágenes en el vestíbulo de Bellas Artes en las que el pueblo dona bienes como objetos decorativos, instrumentos musicales, dinero e incluso animales de crianza para saldar la deuda con las empresas petroleras extranjeras. La imagen que abre esta secuencia es un acercamiento a la parte superior de la fachada del palacio donde se lee en una manta “Adelante, mexicanos”.

IVDe vez en vez resurge la polémica del supuesto permiso que se requiere para tomar fotos a la fachada del Palacio de Bellas Artes.
En marzo de este año, la Secretaría de Cultura General y el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) aclararon que no está prohibido ni se requiere ningún permiso para tomar “fotos familiares o personales sin fines comerciales ni de carácter partidario en la explanada del Palacio de Bellas Artes”. Sí hay un trámite para el caso de las empresas o personas que quieran utilizar la imagen del edificio con declaratoria de Monumento Artístico con fines comerciales. Más allá del jaloneo en redes sociales, queda claro que Bellas Artes es un actor principal de la vida cotidiana de la ciudad, el nonagenario palacio con el que todos quieren retratarse para tener un souvenir, un recuerdo magnífico enmarcado en una memoria de mármol. También hay recuerdos de plata, que todavía se ven, como las películas que cada vez que pasan por televisión o alguien las reproduce en internet, confirman que el palacio es una presencia única que da la impresión de siempre haber estado ahí. Con su porte ancho y holgado, su semblante
aristocrático, el Palacio de Bellas Artes se antoja eterno cada que pasamos junto a él; cada que entramos en él nos sentimos un poco grandes, como la Doña en Camelia, o empequeñecidos como Arturo de Córdova en la película de Gavaldón.




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